jueves, 17 de febrero de 2011

La emoción.


La emoción, el llanto, el gusto. La vida misma que cae sobre mi, los años, lo que se merece y no, la música vieja que se vuelve en nueva antes los oídos jóvenes o los oídos que por muchos años estuvieron tapados ante las posibilidades auditivas. Ahora juega con los nuevos juguetes y se imagina en otros lugares; los conocidos, los impensables, los ruidosos y ruinosos y no le importa nada, ni la idea de fracaso, insatisfacción o angustia que pudiera llegar tan pronto se malograra algún proyecto (de nuevo).
Escribir con el corazón en la mano y decir ¡qué importa! pero luego volver a la autocensura y esperar, como me dijo mi sueño, para poder ser yo plena del todo, recuperar mi alma, mi amor y mi cuerpo y poner a trabajar la mente como solía hacerlo y mantener en forma lo que me importa del físico y saber—tal como ahora lo sé—que eso jamás acabará y que las oportunidades perdidas son las clausuradas por ti mismo, y que cada uno hará lo que quiere y no más, pero sí menos.
Si poco importara la vida, no tendría entonces sentido vivirla, sentir siquiera pena; si poco importara el destino, tampoco tendría entonces sentido seguir adelante, tomar decisiones y sorprenderse de lo que llega inesperadamente. Será que algunas personas tienen eso, será que otras no; será que al principio uno firma un contrato, ya sea de destino, ya sea de acciones.
Si todos vamos en el mismo barco, ¿el chiste es saber elegir el camarote adecuado? Y uno jamás sabrá si se ha hecho la decisión correcta hasta que llegue la brisa refrescante o la ola ahogadora.
Esta vez el miedo está apartado y, pase lo que pase, la misión a la que me he entregado no está más que en mi cabeza (y mis notas) y es sólo mía, mas yo no soy de ella y ella puede cambiar porque yo la estoy creando, ¿no es eso emocionante?

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