miércoles, 21 de febrero de 2018

Fácil.

Cuán fácil se le hace a la gente traer hijos al mundo. No entiendo el porqué; no entiendo cómo. Simplemente es inconcebible para mí eso de aventarse al embarazo, los cuidados, el parto, el yugo eterno de un humano inocente; un humano inocente más sobre este mundo matraca.
Dejar tu individualidad, tu egoísmo, tus cosas valiosas, tus libros, tus saberes, dejarlo todo atrás por la crianza de un fruto de tu vientre, oh clemente.
Justo ayer en una buena charla desesperada algo ha salido a la luz.
¿Tienen a los hijos por el amor que éstos les puedan dar? ¿Es cierto que el amor padre-hijo es el amor verdadero? ¿Es cierto que el amor que un hijo te da, nadie más te lo puede dar? Supongo que no es más que el lazo biológico, el lazo familiar, hogareño, el lazo de la tribu.
No lo sé.
Me veo como hija y sé que no soy ni la mejor, ni la ejemplar, ni la que se desvive por sus padres; todo lo contrario. Será por eso que no creo que el amor de un hijo hacia sus progenitores sea invaluable, aunque sí puedo reconocer que el amor de los progenitores hacia su vástago, lo es, ¿por qué?
Tal vez porque se echaron ya el compromiso y no hay forma de deshacerse de éste o tal vez porque es la copia genética de ellos y así lo dicta la biología (¡nah!)
Qué se yo.
Sólo sé que los motivos para traer hijos al mundo son variados, variopintos y ninguno me convence, ninguno, salvo el hecho de traer una copia genética para que continúe en la especie humana la información, con todo y enfermedades, malestares y locuras.
¿Para qué otra cosa, sino?
¿Es ese suficiente motivo?
Yo sé que no y justo por eso sé que ese acto es sumamente egoísta. Este mundo matraca no puede más con tanto humano de dudoso raciocinio. Esta Madre Tierra está sobrepoblada.
Y sin embargo…


El tiempo corre.



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