lunes, 23 de junio de 2014

A quien las lea...

A veces escribo sobre el pasado y me sobrecojo un poco, me descargo y cargo de emociones las palabras que he dicho mil y una vez. Me aburro y vuelvo a empezar. Tejo una a una las palabras para luego usarlas de mordederas y atarlas con un hilito de baba al tiempo, para que el viento no se las lleve nunca, porque son mías y de nadie más y porque son finas y merecen tener el filo de un buen cuchillo de plata, como la voz de plata del tenor polaco que canta en la ópera y que muchos admiran.
¡Qué bonito sería! Que un día, apenas despertando, llegara un recuerdo y te hiciera sonreír y que esa sonrisa se quedara pegada en tu cara y todo alrededor brillara como yo aquel día de otoño en que el amarillo me hizo brillar y merecer el halago de una desconocida del primer mundo. Sí, sería bonito recordar a alguien por la mañana y tener la posibilidad de verle por la tarde, o a medio día, cuando el sol lame las pestañas de los que gustan de levantarse tarde, o cuando el olor de chilaquiles invade los estómagos antojadizos de la gente que va por la calle con dirección de la prisa.
Sí, sería hermoso, como lo es ver los anillos de sus ojos y morder sus dedos de araña.
A veces recuerdo cuando escribo, memorizo mejor los hechizos. Olvido los motivos  y los apegos. Se cortan las frases. Viene avanzando el sueño. Las interrupciones irrumpen. El embeleso bala. Es rápido. Raudo.
Me callo.



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